domingo, setiembre 23, 2007

Pecado

Llevado por la inercia, y por un amigo que más que católico era hijo muy obediente, entré por primera vez en mi vida a una misa en la cual, según mi obsesivo compañero de misa, y a la tierna edad de diez años, me gané un ticket directo y sin escalas a los dominios de Belcebú, donde o ardería en un fogoso caldero por toda la eternidad, o me nombrarían miembro honorario de la plana directiva del infierno, dada la infausta calidad de mi herejía. En mi opinión, era una exageración que no termino de entender hasta hoy día.



La misa empezó con agilidad inesperada. El padre que la oficiaba era bastante más elocuente de lo que imaginaba debía ser un cura. Nos hablaba de la coyuntura actual y la refería a pasajes de la Biblia que leíamos según su indicación. Yo permanecía atento al mínimo movimiento que la platea realizaba: me paraba, me sentaba, decía amén, me percinaba, rezaba; no fallaba una. Mi dedicación no le fue indiferente a un grupo de señoras a las que caí muy simpático, y que resaltaban entre ellas mi devoción por cristo a tan corta edad.

De improviso, y al crepúsculo de la misa, se hizo una cola que se iniciaba al pie del altar, donde el padre empezó a repartir ostias. Yo no tenía muy claro el objeto de ese ritual, pero me pareció inadecuado e irrespetuoso no participar en él. No había mucha gente de mi edad, por lo que mi pequeñez resaltaba con ternura en la fila.
Al llegar al pie del altar, el carismático cura colocó la ostia en mi boca. Para no ser maleducado con el padre ni con la iglesia, y mostrando todo mi agradecimiento por tanto acogimiento, la mastiqué inmediatamente procurando un crujido sonoro y satisfactorio, e hice señas de que estaba deliciosa. La consternación que me pareció sentir en él, y el estremecimiento de las señoras que me observaban antes acarameladas, luego al borde del colapso; fue luego explicada por mi amigo, quien bastante mortificado, me explicaba que me acababa de comer el cuerpo de cristo. Su preocupación por el destino de mi alma era notoria, y en mi opinión demasiado exagerada. Esta aumentó cuando le comenté que no era bautizado.


Mis dudas teológicas no me son impedimento para estar expectante de la existencia de algo más. Todavía me creo ignorante para averiguar semejante realidad con certeza absoluta. De todas maneras, intuyo que no terminaré en el infierno como mi buen amigo auguraba con fraternal preocupación.

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